Nadie bebía como ella. Y no era tanto por todo lo que era capaz de beber, sino por cómo lo hacía. Pocas personas tenían esa audacia y ese temple para dejar un vaso vacío. Lo terrible fue descubrir al día siguiente que también había vaciado mi corazón al completo, dejándolo sin esperanzas y desnudo en una habitación del cuarto, sin piedad alguna. Y que todo lo que podía hacer era volver al bar a la noche siguiente, ya no para verla, sino para recuperarme.
Image by David Mark from Pixabay
Y no sabes, amigo mío, como volvió la alegría a mi cuerpo el día que ella volvió. Se deshizo de los ceniceros llenos y las botellas vacías desparramadas por doquier, corrió las cortinas dejando entrar un sol esperanzador y un cielo tan azul que no me lo creerías. Pusimos pilas al reloj que había dejado de andar y por la mañana hicimos aseo -algo que había dejado de preocuparme hace algún tiempo. Comimos algo ligero y fuimos al Santa Lucía. Encontramos un banco bajo un árbol con una vista preciosa de la ciudad y conversamos. Ambos habíamos cometido errores y aprendimos esa tarde a perdonarnos. El orgullo nos juega a veces malas pasada. ¡Ay, amigo! Si supieras cuánto esperé ese momento y lo que me alegra poder contártelo ahora. Disculpa mi emoción tan desbocada, pero hoy, desde hace mucho tiempo, no sentía a mi corazón bailar en el cuerpo, ni a mi alma creer en lo imposible. Hacía mucho tiempo…
Image by 愚木混株 Cdd20 from Pixabay